La gran pregunta que nunca ha sido contestada y a la cual todavía no he podido responder, a pesar de mis treinta años de investigación del alma femenina, es: ¿qué quiere una mujer?
– Freud, citado en Jones: The Life and Work of Sigmund Freud, vol. 2, p. 468
– Me gustaba cuando usabas corbata.
– ¿Porque me la quitabas y esperabas que yo te persiguiera?
Ni siquiera se rió la descarada. Sólo me lanzó una sonrisa de cómplice. ¿Mi cómplice?
– ¿Pretendías arrastrarme a alguna clase de juego sexual?
– Sí –me respondió.
Ja. No esperaba una respuesta tan directa. Nunca frente a una pregunta tan directa. En realidad, mi problema no es ese. Sino que ella sabe que no puede haber nada entre nosotros.
– No me podís decir esas cosas po.
– Sí, sí puedo. Pero parece que el que no puede enfrentarlas eres tú.
Noté ese énfasis en el poder. Es así de simple: si yo le digo que no puedo, le estoy diciendo que en el fondo sí quiero. Que no depende de mí, sino de otra cosa. Y que si esa cosa no estuviera, yo caería en su juego sexual. Puede que haya algo de razón en eso. Pero lo importante aquí es que…
– No se trata de que no pueda. No quiero. No sé si entiendes la diferencia.
No me respondió nada.
– Además, estoy chato de estos jueguitos sexuales del mundo. Todo está sexualizado. Todo es una instancia para seducir al otro. El jueguito con la corbata, los mensajitos de texto, las llamadas perdidas. Sin ir más lejos: el carrete de anoche. Los tipos bailando con las minas con el único objetivo de comérselas. Las minas bailando con los tipos con el único afán de comérselos. Y así en todas las cosas de la vida.
– Pero es que es bakán po. No sé que tanto malo le encontrái. Es rico comerse a un weón. Es rico que te toquen, sentirse deseada, jugar al erotismo. Aparte que lo que me dices es un tema súper trillado. Es lo mismo que dicen en las canciones de reaggeton: "eso no quiere decir que pa’ la cama voy", "pobre diabla", etcétera. Tú problema y el de todos los pseudo-cantantes esos es que tienen la media tranca con el erotismo que igualmente cultivan por otras vías. Porque todo lo que tú me dices son puras palabras. En el fondo subyace el mismo discurso seductor. Pero en vez de engrupirme moviendo la colita, me quieres engrupir con tus ideas profundas y personalizadoras acerca de la vida. Yo te estoy evitando todo ese largo rodeo: tira conmigo ahora mismo y te evitai la palabrería.
La miré con cara de sentirme tergiversado completamente. O de no saber qué decir. O de que me cagó un poco. En cualquier caso, con cualquier cara excepto alguna que le pudiera transmitir mi aprobación de su moción. Y ella continuó:
– ¿Te sentirías mejor si yo me sintiera convencida con tus argumentos de orden superior? Que yo te comprara tus valores anti-sexuales. ¡Por favor! Si al final me sentiría rendida ante tu grandiosa espiritualidad y… ¡me terminaría acostando contigo! Y ahí por fin admitirías una unión real entre nosotros. Porque fue un convencimiento a través del espíritu y no de la carne. Pero te digo: dos personas se hacen una en la carne. Cuerpo y alma es una separación artificial; en verdad no existe tal disociación. Eso es lo que tienes que asumir de una vez por todas: no eres sólo mente. Hazte cargo de tu cuerpo. De tus necesidades. De tus deseos.
No podía creer que ella me estuviera diciendo eso. Que todo un sermón de liberación sexual proviniera de alguien que había sido violada por su padre sistemáticamente desde los 8 años.
O de hecho, sí. Sí podía creerlo. Especialmente si venía de alguien que había sido violada por su padre sistemáticamente desde los 8 años.
– No te la des de sabelotodo conmigo, amiguita…
– Amante. Dime amante.
– ¡Qué! –dije alarmado– ¿Por qué voy a decirte así si tú y yo no somos amantes?
– Sí lo somos. En tus sueños y en los míos. Sé que lo has fantaseado muchas veces. Lo sé. Yo también lo he hecho.
– No puedes saber lo que pasa dentro de mi mente…
– Pero puedo saber lo que pasa dentro de tu carne.
Creo que cuando tu interlocutor se vuelve así de arrogante se vuelve más grande. Y se aplica aquel refrán que dice: «Entre más grande, más fuerte cae». Porque cuando se ponen tan seguros de sí mismos son más peligrosos, pero también más vulnerables.
– ¿Te puedo abrazar?
Cambió de técnica justo a tiempo.
– ¿Por qué no?
Fue una mala respuesta. Lo supe al instante. Pero ¿qué más podía hacer? Si tampoco estoy acostumbrado a lidiar con situaciones como esta.
Ella estiró los brazos y se acercó.
– No, para. Me arrepentí. No quiero abrazarte.
Creo que la arreglé a tiempo. Nadie dice que uno no pueda arrepentirse cuando cree que lo pueda perjudicar. Además no hay mejor forma de desarmar a tu oponente que prometerle cosas que después no vas a cumplir. Hay una humillación inherente al hecho de que te dejen con los crespos hechos.
Miré hacia otra parte. No quería ver su cara.
– ¿Qué harías si aceptara? –le pregunté.
Tengo que concederle algo: y es que en efecto hay una conexión importante entre mente y cuerpo. Una vez que se cede en mente (aunque sea en subjuntivo), es más fácil ceder en cuerpo.
– Le contaría a todo el mundo –me dijo.
– Ja. Pero eso es mayor razón para no querer.
– Es mayor razón para no atreverse.
No me gustó su sapiencia de la economía del deseo.
Silencio.
– ¿Qué hora es? – me preguntó.
Saqué mi celular y miré la hora.
– Cinco para las seis.
– Me tengo que ir. ¿Nos juntamos otro día?
Me hubiera gustado responder cualquier cosa. Pero eso hubiera significado no tener pasado o no querer resolver mis propios problemas existenciales.
– Ya po –le respondí.
– Nos vemos entonces.
Ahora sí le di el abrazo.
La miré unos instantes mientras se alejaba.
– ¡Oye! –me dijo voltéandose–, la próxima vez trae corbata.
Le guiñé un ojo.
Obviamente la próxima vez no llevaría corbata.